Miré el reloj y me encontré con que disfrutaba de una hora libre en la ciudad. Caminé por la acera de la avenida, sorteando viandantes, mirando escaparates. Pero el calor apretaba y yo no llevaba crema, ni gorra, ni gafas de sol. Podría haberme sentado en cualquier terraza con toldo, dejar correr la espuma de la cerveza fría por la mesa de aluminio. Pero de forma inesperada fui a parar a otra época. Al doblar un cruce di con una añeja barbería, y movido acaso por una repentina nostalgia más que por una simple necesidad capilar, pregunté al barbero, de unos setenta y pocos, si me podía cortar el pelo. Enseguida me vi sentado frente a un espejo enorme y rectangular como el ventanal de un tren. «Uno ya no encuentra peluquerías como esta», dije mientras observaba la barra de mármol con los enseres, las lacas Nelly y las lociones Floïd expuestas en un alto estante como trofeos. Con la sensación de que regresaba de pronto a un tiempo perdido de mi vida, le conté que en mi infancia mi abuelo me llevaba a una barbería en el pueblo. Tal remembranza dio pie para que el barbero hablara del pasado y del presente de las peluquerías. «Un corte de pelo duele, y eso se ha perdido», dijo. Yo le advertí más de una vez que llevaba gomina, pero él, su peine y sus «sesenta y dos años de oficio» camparon a sus anchas dando tirones a las riendas tiesas de mi cabello, que yo sentía como calambres. En la atalaya de su vida, tantas cosas se habrían perdido… De todos modos, antaño también las barberías se parecerían unas a otras, igual que hoy se parecen todas las barber shops de cualquier rincón del planeta. Cuando acabó me roció el cuello y la espalda de polvos de talco y de repente sonó el fijo. Estaba esperando esa llamada. Colgó, salió a la calle y regresó con una caja de zapatos agujereada en cuyo interior rebullían unas pequeñas codornices de cría. «Estas cosas también se han perdido, ¿sabe?», dijo. Volví a caminar por la ciudad bajo la sombra de los balcones recuperándome del vaivén de las épocas, lo genuino y las antiguas costumbres. La nostalgia ondula y marea. Volví a la rutina y alguien se fijó en mi pelo. Ni me acordaba de lo principal. Una hora da para mucho.
Antonio F. Jiménez




