Acerca del blog

Antonio Fernández Jiménez

El invierno no solo es una estación del año, sino un estado del alma. Por eso estos solos poseen un tono melancólico, azul glacial. Pero no me tomen demasiado en serio. Estos solos de invierno son, en el fondo y como dijo el poeta, cosas de poca importancia… No obstante, cabe preguntarse: ¿poca importancia tiene acaso sentarse en una silla de anea y contemplar una puesta de sol sin distracciones? ¿Poca importancia gente sin importancia –¡gente de mucha importancia!– en un pequeño pueblo una tarde de junio? ¿Poca importancia la melancolía de una mañana nublada de septiembre frente al mar revuelto? ¿Poca importancia el momento previo y silencioso a una noche de nieve? ¿Poca importancia una película, una canción, un poema, una palabra dicha al aire que llegan en el momento preciso, como si fuesen convocados misteriosamente por nuestro estado de ánimo? ¿Poca importancia volcarse en la escritura sobre tales pensamientos? Mucha, mucha importancia.

Esos solos se retozan precisamente en la inutilidad romántica de esas cosas de poca importancia: la ensoñación pura y dura; el mundo de la remembranza, de los sueños, de la imaginación; los sentires cotidianos, los sentires de cada estación, los sentires de la lluvia, de la nieve, los sentires de la edad, de la incertidumbre, de la alegría; la presencia misteriosa de algo eterno que trasciende nuestro cuerpo, ese sopor musical e inusitado tan difícil a veces de expresar, y que Luis Cernuda definió en su libro Ocnos como “algo alado y divino” que revolaba y lo salvaba de la realidad y la costumbre.

Piezas breves que bien podríamos llamar artículos literarios de costumbrismo nostálgico, estampas, impresiones íntimas y que yo, durante un tiempo, he llamado popularmente  reparandorias. “Voy a escribir mi reparadoria”, les decía yo a mis más allegados, que ya hay que tener confianza para decir eso. La palabra es un localismo que se ha estado usando en mi pueblo y alrededores de boca de una generación ya mayor y que se extingue a marchas forzadas. Francisco Gómez Ortín la define en su Vocabulario del noroeste murciano como cuento, hablilla, explicación o conversación larga, difusa y enojosa, rodeos, ambages. Yo la he escuchado por la calle y en casa. Se usa en un momento de desesperación, cuando ya no se aguanta más la perorata que alguien te está dando y se suele exhalar: «¡Menuda reparandoria tienes!». Que es como decir: «¡Calla ya, hombre de Dios!». O: «¡Sí que tiene cuento!». Me gustó. Qué le voy a hacer. En cierto modo va en mi contra porque yo lo que quiero es no cansar y que me lean los artículos de pe a pa. 

El caso es que estos solos de invierno o reparadorias son comentarios que escribo libremente y por puro divertimento literario. Se convierten en perfectos pretextos para llevar a cabo el placentero oficio de escribir, el gozo de escribir, en palabras de Natalie Goldberg; lo que de verdad le basta a mi alma para «sentir todo el ritmo de la vida», como dijo León Felipe.

 

Yo lo que quiero es echar un párrafo con ustedes en el cruce de algún camino en el que les pille en esta vasta ciudad de la telaraña, y que luego, cuando se vayan, se acuerden al menos de que pasaron por aquí. La brevedad de mi plática puede favorecer el encuentro, y les pido disculpas de antemano si en alguna ocasión se hicieran pesadas e incluso abusara del yo (a veces no tengo más remedio que hablar también de mí, porque, como decía Unamuno, yo soy «el hombre que tengo más mano»). Pero jamás hacerle la puñeta a nadie. Palabra. Aunque esa actitud no me reporte ni un solo lector, visto que hoy ser polémico es una forma garantizada del éxito.