Relatos breves

Chusca

Dio un silbido en el umbral de la vieja caseta y la criatura abrió los pesados párpados de legañas en la oscuridad. «¡Chusca!», gritó él. Y ella, al reconocer la voz, se incorporó por encima de sus fuerzas -«ya no puede»-, y deambuló levantando polvareda del suelo de tierra; bordeó sus viejas camas de capazos de esparto que él había hecho para ella, pero donde ya no dormía; culebreó los tobillos de los azadones de aspecto óseo; pasó por debajo de las cadenas colganderas como tripas negras de la Derby abandonada, y salió de aquel rincón lóbrego del cobertizo.

«¡Chusca!», le decía en cuclillas, apartándole telarañas de su hocico, acariciándole la cerviz y el lomo. Ella no se engarbaba como otras veces, pero le arañaba los pantalones de tergal como para decirle que aún estaba viva, y le miraba con ojos dóciles y adormilados. «¿Damos una vuelta?». La cola de la criatura se movió ahora pesadamente, de este a oeste, como un parabrisas, y cuando torció la mirada hacia las puertas abiertas del maletero de la c15 pensó ella, inocentemente, que irían al valle para correr en los bancales yermos. En ese momento le buscó el bulto en las costillas, que parecía una pelota de tenis. Y cuando se lo tocó, ella ahogó un ladrido sordo y hundió de pronto la cabeza tratando de zafarse de sus manos. «¡Chusca, ven!». Se había alejado, perdiéndose de nuevo en la oscuridad.

Alzó los ojos al cielo de nubes bajas. El día era gris, no terminaba de despuntar. Enseguida volvió a silbar. Obediente, sin rencor, cabizbaja, la Chusca salió otra vez. «Muy bien, hija, así». No pudo dar el brinco para subir al maletero de la C15 y él la tuvo que coger en brazos con suma delicadeza para acomodarla entre azadones con barro seco en el filo. Pasaron por un gran valle con extensiones de viña, y él recordó con nostalgia esas otras mañanas con la imagen feliz de la Chusca en el espejo retrovisor, emocionada por desfogarse correteando los viñedos, la larga lengua rosada, las orejas gachas como paños de lana, la piel de arena de mar, los ojos negros y vivos. Ahora, la Chusca dormía.

El pueblo parecía escalar como una lengüeta blanca las faldas de un monte. Redujo la marcha, subió una cuesta empedrada, llegó a la plaza y aparcó frente a la taberna. «La perra te vino enferma, digas lo que digas». El tabernero limpiaba la barra con una bayeta y se reafirmaba en su opinión de que a la Chusca la habían abandonado en el campo defectuosa y con los días contados. Preguntó al tabernero cuánto le quedaba a su hijo para llegar. «Viene de seguida», y en ese instante vio una sombra en la ventana. «Está ahí, de hecho. Vamos. Sácala del coche».

El hijo del tabernero era veterinario y habían quedado aquella mañana para examinar a la perra. Cuando cogió a la Chusca en brazos y entraron a aquella saleta como de consulta de hospital, que olía a pienso y lindaba con la taberna, no pudo remediar acordarse de aquella mañana cuando vendimiaba en el valle y se encontró entre dos cepas con el cachorro abandonado y tembloroso. Él nunca había sido de tener perros por capricho, pero de la Chusca se chifló nada más verla. Ella empezó a saltarle y a él le hacía gracia, y la bautizó sin querer: «Qué chusca es». La montó en la C15 y se hicieron inseparables. Hasta las tareas más sacrificadas del campo se le antojaban más llevaderas con la Chusca a su lado. Le seguía a todos lados. Él le hablaba de cada faena que iba haciendo en la huerta, y hasta le contaba historias de su pasado cuando se recostaba en la mecedora de la marquesina en los plácidos descansos del atardecer, como si realmente creyera que ella le escuchaba y le curaba la soledad. Pero una mañana empezó a no salir del cobertizo, donde dormía la criatura. Sospechó cuando silbó en el umbral y no la sintió. Se arrimó y no la vio en su capazo, sino en una postura difícil sobre el suelo de tierra, como si se hubiese caído y luego no hubiera podido incorporarse. En el costado le crecía aquel bulto. «¿Como una pelota de tenis, dices? Eso tiene que verlo mi hijo, no vaya a ser que te pegue una enfermedad», le dijo el tabernero por aquel entonces.  

Y ahora la sostenía en brazos y se acordaba de todo aquello. La Chusca ni se movió cuando la recostaron en la camilla, ni se quejó cuando el hijo del tabernero le tentó primero el vientre, cerca de la hilera de mamas. Pero cuando palpó cerca del pulmón, la pobre criatura emitió un alarido espantoso, y él estriñó la cara tal cual si le doliera en sus mismas entrañas. Viendo que pasaba rato y que su hijo no decía nada, su padre le preguntó: «¿Qué tiene la perra, entonces?». «Un tumor», respondió severo. Él encajó los dientes y se le cerró la garganta. El tabernero le repitió: «Ya te lo dije, esta perra te vino enferma». Luego se giró hacia su hijo y le preguntó: «¿Y cuánto le queda?». «Nada, está muriéndose».

Al cabo de un rato salieron a la calle. Le pareció que el aire le atravesaba sus ojos rebalsados en un líquido espeso como el almíbar. «¿No quieres que te ayude con eso?», le preguntó el tabernero. Él agarraba ahora entre sus brazos una caja de cartón con el cuerpo muerto de su Chusca dentro. Le habían inyectado la eutanasia. «Gracias por todo», dijo y se marchó en su C15. Enseguida llegó al valle y cavó un hoyo en el mismo rincón donde encontró a la criatura tres años atrás. Sentía un vacío inexplicable, como si todo ese remanso de tiempo al lado del animal jamás hubiese existido. «Adiós, Chusca», repetía mientras espalmaba la tierra con mecánicos golpes de azadón y luego se alejó de allí bajo un cielo de cenizas.

                                                       

                                                           Antonio Fernández Jiménez