LA PRIMERA VEZ que lo vi, el hombre estaba solo, sentado dentro de una cabina de madera que entonces uno solía encontrar en aquellos anticuarios destartalados de paredes de roca fresca (llamémoslo así) y destinados a menesteres prácticamente en desuso. Aquella humedad me transportaba al olor a cerrado que se respiraba en las buhardillas de las casas de mis ancestros, donde, en unos inviernos lejanos que yo nunca viví, mantenían fresca la carne de cerdo. Conversé dos o tres veces en aquel mostrador que parecía un pequeño quiosco con aquel señor que luego se hizo un poco poderoso. Recuerdo su mirada ladeada: sin recelo, tímida, de párpados entornados. Con una meticulosidad de labios finos buscaba explicarse como quien enhebra una aguja, lento a la ira, perfecto; y si erraba en alguna sílaba que le era díscola al ritmo, que le tartaleaba, volvía al principio y martilleaba las letras con una tierna severidad de abuelo. Acababa las palabras finales sentencioso y dulce, como quien alarga el sonido de una nota en un instrumento de viento para perpetuarse en el silencio. Le caía sobre la cabeza una luz pobretona, naranja crepuscular, y me preguntaba con una sonrisa de labios escondidos, como para identificarme, si en mi familia había ocurrido tal acontecimiento. Y luego, ansioso por querer hallar una piedra preciosa en el alquitrán, me invitaba a conocer a los suyos. Pero en aquella época —hablo de los años diez del siglo XXI— yo era inasible. Tiempo después, cuando me enteré por los periódicos de que ya se había vuelto un poco poderoso y de que no le vería ya más en aquella cabina, fui a hacerle una visita una tarde de improviso al lugar donde me dijeron que vivía y supe, en ese momento en que bajaba las escaleras con los brazos abiertos hacia mí, que nunca lo había visto de pie. Me sorprendió su altura, como si habitara en una escala distinta, y razoné que existen personas a quienes el poder solo les hace cambiar de zapatillas. Ahora, junio de 2068, medio siglo después, aquel tipo del que no volví a saber nada excepto que murió sin ser muy viejo se me ha aparecido en sueños haciéndome una sola y ambigua cuestión: ¿eres tú?
Antonio F. Jiménez




