AHORA que se acaba el verano me acuerdo de una cosa que pensé hace un año por estas mismas fechas: quizá nunca más juegue al fútbol. Cosa que para nada me resultaría difícil porque casi nunca lo he practicado, y, cuando lo he hecho, casi siempre he salido perjudicado. Hace un año me tuve que recuperar de una tendinitis en la ingle, y todo porque se celebró el Mundial y me entraron unas ganas tremendas de echar unos tiros con mis amigos. Aparte de Modrić —con su efebo rostro como de San Juan Evangelista— no me había cautivado otro futbolista desde los tiempos de Figo como lo hizo su compañero Vrsaljko, de mi quinta. Y qué nombre. Ver-sá-li-co. Entre poético y metalúrgico; entre Drácula millennial con bigote y perilla lopeveguianos y un Serj Tankian folk. Vrsaljko y el Mundial me soliviantaron tanto que mis amigos y yo fuimos a un viejo campo de fútbol medio derruido en un pueblecito de apenas 700 habitantes llamado La Copa y decidimos hacer un mundial oficioso que bautizamos como mundialito. Un campo de tierra con paredones derruidos, con hierbecilla pajiza y matas de cardo en el terreno de juego, un horizonte espectacular, ámbar de ocaso entre los cabezos de los montes. Todo otorgaba a este lugar algo de leyenda; como esas barriadas de países pobres donde se forjaron grandes jugadores que empezaron persiguiendo un balón de trapo. Pero nosotros nos dimos cuenta de que: a) lo que importa es el éxtasis del primer chute; b) enseguida cobran protagonismo las stories; c) el tabaco, el asma, la grasa nos dicen que hay que largarse a cenar. Como ninguno quiso dedicarse a esto, no pasa nada por no hacerlo nunca más. La verdadera pena es que en este campo abandonado no jueguen ya canteras de apolos tocados por el dedo del Olimpo —como jugaría Juan Valera en su día— , ni sueñen —como soñaría Vrsljko en Croacia— con estadios abarrotados mientras de momento corren entre la neblina del polvo que levantan sus pasos sobre una tierra que ensucia el cuerpo pero que alimenta al espíritu; del mismo modo que un soldado lleno de fango tiene un aspecto más pasional.
Antonio F. Jiménez




