DE esta foto podría decirse que fue ayer, pero la sensación es la de mucho más tiempo. “Llevo cuatro años de diputado nacional. Parece que haga treinta años, pero les prometo que solo llevo cuatro”, dijo Albert Rivera cuando se despedía de la vida pública. Él y Sánchez parecen recién salidos de la universidad. Tienen otro porte, otra manera de darse la espalda después de haberse dado ‘un abrazo’ simbólico bajo el cuadro de Genovés. Están menos encajados, menos endurecidos, no hay sospecha de odio. Sus gestos serenos congregan moderación, esperanza. Virginidad de quien no ha gozado de poder. Sánchez todavía no había muerto una tarde de finales de octubre, ni había salido a purgarse por España con su Peugeot 407, ni había resucitado en un balcón de Ferraz. Rivera no podía sospechar que tres años y pico después, a solo cuatro días de cumplir los cuarenta, abandonaría la política para siempre. La cámara los inmortalizó bajo las miradas de cuatro padres de la Constitución pintados por Hernán Cortés Moreno, un día de febrero de 2016 en que todo suscitaba por aquel entonces una inusitada ebullición de novedad y expectativa, porque de la ‘nueva política’ se decía que se esperaba lo más épico: una segunda Transición. Mucha gente a la que nunca le había interesado el mundo plúmbeo gris marengo de la política empezó a comer y a cenar con las medias palabras de las intrigantes ruedas de prensa. Pero precisamente por la constante necesidad de actualizar la emoción, nada goza hoy de una larga esperanza de vida, como el acuerdo pactado de la foto que jamás llegó a materializarse. La dimisión de Rivera cierra una primera y breve intrahistoria dentro de esta nueva época en la que acontecen tres legislaturas en el tiempo natural de una y un sinfín de elecciones, cuya cuenta ya es difícil de llevar en medio de continuas frustraciones: todo queda en agua de borrajas. La verdadera transición que se ha producido ha sido hacia una ingobernabilidad irresoluble y produce ternura recordar la ingenuidad del muy lejano 2016. Aquellos deseos parecen ahora convertidos en esos cuerpos hermosos de muertos sin vejez del poema de Kavafis que no han podido merecer una noche de goce ni un claro amanecer.
Antonio F. Jiménez




