Los grandes desasosiegos se curan a veces con largos paseos. Al salir de la madriguera, al dejarse los restos del cráneo esparcidos por el escritorio y abandonar el mundo platónico de las ideas, se asiste inmediatamente y por fortuna a la vaporización de los trajines, y da igual que sepamos que más tarde volverán las lluvias. Da igual que la vida haya recién empezado a doler. Las nuevas calles y casas de la pequeña ciudad son reconfortantes. Una hilera de dúplex, una avenida de persianas de motor, dos o tres oliveras como estatuas, toboganes, columpios, y el Pipican. Nada más. Uno a veces se siente hijo pródigo de su tiempo y regresa del costumbrismo nostálgico del casco antiguo, de las fachadas señoriales con escudos en relieve y las casuchas a tejavana, para internarse en la actualidad de estos barrios construidos en el siglo XXI y que nos dan una idea de los tiempos. El farolito inglés al lado de la puerta de caoba; el porche con las mesas y sillas de trenzado de resina de Ikea para tomar el fresco las noches de junio; las escaleras neoyorkinas como si fuera siempre un Jack Lemmon enamorado y abúlico quien entrara al apartamento; el rectángulo amarillo de luz en la media ventana, por donde uno se asoma y ve todo lo largo que es un hombre tumbado en un chaise longue. Uno, que es un poco espía nocherniego, pasea estas avenidas nuevas cerca ya de la madrugada, y se va maravillando de las cosas sencillas y de poca importancia que encuentra a su paso. Un joven sube la escalinata americana con una mochila que le cuelga solo de un asa. Abre la puerta y una chica le dice en la entrada: «Ya iba yo. Ay, qué ganicas…». Y el portazo es la mejor elipsis, muro tierno de la intimidad. Así querría uno pasar la vida. Noches del mes de junio en el balcón. Besos en la boca, algunas palabras prohibidas. Además de la muerte, esas cosas nos igualan. Cosas de poca importancia que nos bastan, como diría León Felipe, «para sentir todo el ritmo de la vida» en nuestra alma.
Antonio F. Jiménez




