En una misma tarde, mi abuela igual me llevaba a un piso de la ciudad donde sirvió de niña en la posguerra, que dábamos un paseo en el carruaje de la marquesa a la que también servía en un valle que separaba dos pueblos. Muchas de las escapadas no consistían solo en ir a un lugar, sino a un acontecimiento, a un momento estelar de su vida: cuando su padre llegó de improviso de la guerra, o cuando la marquesa le pidió si quería ir con ella a vivir a Madrid. Mi abuelo, entretanto, se quedaba en silencio en su sillón aguardándonos mientras planeaba adónde me llevaría él luego. Era un no parar. Claro que para mis abuelos era la única forma de escapar un poco de casa, de soñar un viaje después de tanto tiempo sin poder salir. Entonces, mi abuelo se incorporaba un poco, y antes de que me diera cuenta, ora estábamos en Soria montados en un 4L, de regreso con los compañeros obreros, ora estábamos con sus compañeros reclutas en aquel pueblecito valenciano llamado Manuel donde hizo la mili, y cantando el himno de ingenieros zapadores. Uno de esos días pensé que sería bueno que mi abuelo volviera a escuchar esa canción que llevaba más de sesenta años sin oír. La busqué en YouTube y la escuchamos durante unos tres minutos. Zapador minador valeroso… La bisbiseaba a ritmo. A mi abuela le busqué en Google Maps el pisito de la ciudad, aquel balcón que no había vuelto a ver desde entonces y al que se asomaba al anochecer para esperar a su padre a que llegara en uno de esos furgones militares que aparcaban en el edificio de al lado. Esos segundos en que miraban absortos la pantallita del móvil eran de una sobrecogedora elevación del espíritu. Ahora, estos días de confinamiento y de alarma, cuando de pronto me pongo a recordar la vida que de momento no tenemos, pienso en cómo vivirían mis abuelos, imposibilitados por la vejez, esas largas madrugadas llenas de viajes de la memoria, después de haber vivido de nuevo el himno de la mili, después de haber recobrado la precisión del edificio que habitó mi abuela siendo niña. Probablemente la misma emoción y congoja que sentimos hoy al ver una foto de la última cena de Nochebuena. Un selfie tonto con los amigos que hoy cobra gran valor. Esas fotos de hace cuatro días.
Antonio F. Jiménez




