Hay que levantar la cabeza del ordenador de vez en cuando, dice la señora de la óptica, y fijar la vista en las cosas del rededor para relajar el músculo del espasmo. Lo mismo que los fines de semana soltamos a los perros por el campo para que se desfoguen, hay que sacar también de los monitores led a los ojos secos a pasear los horizontes, los recovecos de los cuartos. Las ventanas están cerradas. Empezamos mal. Habrá que despojarse de gustos eremitas, de lámparas que dan luz marfil antiguo, y subir esas persianas y dejar que se desborde el resol de la tarde de febrero en esta pieza alta de la casa. Hay grietas en el techo, garras de terremotos de la infancia en la litografía de escayola. A primeras horas de la mañana aquellos temblores tectónicos solían confundir sueño y realidad, y uno no acertaba a saber si lo que se oía como el centrifugado de una lavadora, era que el abuelo había arrancado la Puch Borrasca abajo en la cochera. Detengo la digresión y sigo observando la realidad como un espejo que se pasea, que diría Stendhal. Las baldas soportan el peso de más de un trillón de palabras. También una botella de Porto, unos bongós, el retrato de mi abuelo vestido con el uniforme del regimiento de caballería. Archivadores, carpetas, periódicos de mitad de siglo. Chatarra ilustrada que huele a arca vacía, a oscuridad de armario empotrado. De golpe, como Eladio Linacero en El pozo de Onetti, se me ocurre que veo todo esto por primera vez. Pero es tan difícil arrancarse el velo de la costumbre. Bastante tiene uno con su realidad como para tener que forjarla y asimilarla desde cero. Prefiero que los ojos se evadan en los pocos cuadros que hay por aquí y sueñen otras vidas, otras lejanías y colores. La orilla solitaria de un mar revuelto. La calleja vacía de un pueblito. El Puente de Brooklyn en ese momento del día en que ha dejado de llover y los cielos aclarándose se reflejan en los charcos como papel albal. Se acabó el ejercicio. Quizás, si saliera a la calle, vería la montaña azul, el cielo ambarino, los críos corriendo. Pero hay que devolver los ojos a su oficio y escribir el artículo.
Antonio F. Jiménez




