Todas las conversaciones dicen lo mismo: que el verano acaba peor que empieza. Pero ya se sabe que la melancolía del final del estío siempre nos deja cansados y pusilánimes, como derrotados por un amor imprevisto. «Parece que fue ayer cuando llegó de súbito/en su carro de oro», escribe Eloy Sánchez Rosillo en su poema Despedida. La agonía de agosto es como esas tardes de abulia posteriores a una fiesta muy deseada, cuando uno se da cuenta de que la ilusión de los días previos siempre es mayor que el propio goce. Todo fluye, nada del verano permanece. Menguan las horas de luz, la luna se empaña, los amigos se van, el pueblo se vacía, la ciudad se alborota, el azul de las playas deja de brillar ascuas preciosas y se dibuja de negra tinta oceánica y abismal, y en sus orillas ya solo pasean sorollescas mujeres con blusas blancas, ondulantes en atardeceres rosados. Entretanto, en las colas de las tiendas pequeñas o frente a los mostradores acristalados, alguien se ratifica en la idea de que este año el verano acaba peor que empieza, y que a la una de la madrugada todo está quieto, como en los paisajes más crudos del invierno, si acaso algún perro ronco a lo lejos o alguna ráfaga de velocidad en la avenida. Para colmo de pueblos sin anonimato, las mañanas de mascarilla en las baldosas son un lío de identificaciones, nadie conoce a nadie, y hay que aguzar la vista en los pasillos de los supermercados, cucar los ojos como miopes. Mientras tanto, el mundo físico, ajeno al platónico de las ideas, sigue su marcha y se adentra al bosque del otoño, con crepúsculos de nubes violáceas, almendros temblando en el abanico, grumos de uva morena saltando de los remolques en los badenes, y los fanáticos de la meteorología nos adelantan ya el tiempo que hará en febrero. Encima, cuando no se dará ese septiembre de lluvia de confetis y serpentinas de Últimas tardes con Teresa, se nos muere Juan Marsé. Habrá que contentarse con imaginar la sombra de los dos amantes cogidos de esas manos confundidas entre las clases sociales. Y dejarse llevar un poco por los pensamientos, hermosos y amargos, de que al final, por muy bien que empezara, el verano siempre termina como una larga despedida que acaba por vencernos.
Antonio F. Jiménez




