En el otoño de 2014 escuché por primera vez el nombre de Juan Martínez. Un bailarín flamenco de la calle de Leganitos (Madrid), originario de Burgos, sin ideas políticas, casado con una gaditana llamada Sole junto con la que vivió unos acontecimientos dramáticamente extraordinarios. La historia la recogió Chaves Nogales en 1934 en forma de relato periodístico. Juan y Sole trabajaban como artistas en Turquía en 1914 cuando les cogió la Gran Guerra. Huyeron a Rusia sin saber lo que les aguardaba: la revolución, la guerra civil ucraniana, el hambre. No podían escapar. Sorteaban una muerte encarnizada que les perseguía. En un baúl guardaban humildemente sus ahorros, sus vestimentas para actuar, las castañuelas, la guitarra; pero acabarían con los cuerpos famélicos, la ropa con remiendos de sábanas. Y a pesar de ello, todavía bailaban en el cabaret, en el circo, en el teatro, y se arriesgaban a que, en mitad del escenario, mientras se marcaban una farruca, una jota o un pasodoble, les metieran un tiro en la cabeza. Y a pesar de todo —la cárcel, los gritos, la desesperación, las pilas de cadáveres pudriéndose en la calle—, el matrimonio siempre estaba dispuesto a echar una mano a cualquier prójimo. Cuando escuché por primera vez esta historia era una tarde de octubre en Madrid. Jesús Ruiz Mantilla, de El País, daba una clase y habló de Manuel Chaves Nogales y de su obra El maestro Juan Martínez que estaba allí. La citó como diciendo: no se ha escrito un periodismo así después. Hoy, cinco años más tarde, en el 75 aniversario de la muerte de Chaves Nogales, las cuitas de aquel Juan común que convivió con príncipes zares y bolcheviques me han convocado y abocado definitivamente a su lectura. Conmueven los pasajes en que Sole y Juan se topan con algún compatriota y se pasan la madrugada conversando sobre España. Era uno de los escasos momentos de alegría. Y bajo el sonido de los obuses, en una pensión desvencijada, a miles de leguas, recordaban su tierra con añoranza bebiendo un poquito. Quizá en cada sorbo de vodka creerían que ya nunca más iban a volver a España. Tan lejos y ficticia. Tan sentida en un palo flamenco, en un acento, o en una noche de frío que siempre podría ser la última.
Antonio F. Jiménez




