Lo que más le gustaba a Ennio Morricone últimamente era «estar en la cama» con su esposa María, como esos «ancianos» que ya han asumido que nunca más irán a un estadio de fútbol. Era fiel al Roma, su equipo, pero también a la ciudad donde nació en 1928. Hace un mes le concedieron el Princesa de Asturias de las Artes y dio por supuesto que en octubre viajaría a España. Pero una caída en su casa ha terminado con la vida de uno de los mejores compositores de la historia del cine. Ahí, en las películas, en esas escenas donde «la música interpreta sin necesidad de palabras», quedarán para siempre sus bandas sonoras. Momentos memorables como el emotivo final de los besos de Cinema Paradiso; la parada y partida de un tren en Hasta que llegó su hora; un oboe sonando en mitad de la selva en La misión; Monica Bellucci en Malena llevándose un cigarrillo a la boca y todos los hombres ofreciendo sus mecheros; o la sonrisa congelada de Robert de Niro en Érase una vez en América, de la que se ha dicho que posee la mejor banda sonora de la historia (conmovedor Deborah’s theme). Y es que la conexión entre la música y esa «atmósfera de nostalgia» a lo largo de las casi cuatro horas de cinta parece tan natural como si realmente brotaran las notas de los callejones brumosos de Nueva York, o de la propia flauta de pan de uno de los actores que interpreta al personaje más pequeño de la pandilla. Cuando le preguntaban cuánta inspiración había en sus composiciones Morricone respondía que un 1%, pues «el 99% restante es transpiración, es decir, fatiga, sudor, voluntad de hacer una obra artesana». No tenía un tema preferido (más de 500 melodías). Sus ojos agrandados tras las gafas de grueso vítreo parecían no parpadear al decir: «No lo sé. Todas son mis hijas». Se sabía hombre tímido que entendía la voz humana más como un sonido, «un timbre», que como un instrumento para hablar. Ahora, en ese más allá —«No sé cómo será. Esperemos que esté bien»—, quizá no le harán faltan ya las palabras. Tal vez, como en aquel mítico spaghetti western, solo le bastará con silbar.
Antonio F. Jiménez




