Como decíamos ayer, unas voces intempestivas de cuyo timbre, de cuya música barroca podría elucubrarse el temperamento, la edad y las formas del rostro y el cuerpo que las emite, llegan y despiertan al tímpano en las noches de este verano receloso. A veces se sienten lejanas, como si vinieran de la otra punta de la casa, donde alguien olvidó apagar el televisor, o como esas otras voces metafísicas, «ideales y amadas», del poema de Cavafis, las «de aquellos que murieron, o de aquellos que han/ desaparecido para nosotros como los muertos», que se escuchan en los propios sueños. Unas voces relámpago, jóvenes y perennes, abstractas y sin origen cierto; libres y aun imprecisas y fantasmagóricas tras el helicóptero del ventilador que agita brazadas de bochorno. Suenan por encima de grillos zapateros, trepan fachadas y estucados, ladrillos de cara vista, y penetran por losanges de mosquiteras, como abejas internándose en las celdillas de cera de su panal. Viajan por un aire sin corriente, como un pantano verdinoso y estancado, e irrumpen de lleno en los dormitorios y en los fondos oscuros de las cocheras de cemento, y en la nebulosa de los treinta grados. Un grito, un fandango tremolante, alguna excrecencia del idioma, la prolongación rabiosa de una sílaba, la exageración del acento de vocales abiertas. Septiembre se vislumbra en lontananza esta vez como un archipiélago más de este verano. Este verano que, antes que una mera estación, parece un interregno, un limbo entre dos momentos, dos mundos, dos expectaciones. Como sombras, caminan raudas y desproporcionadas las voces en la noche, desprendidas de sus cuerpos, por baldosas y por asfaltos ardientes. Voces que como los periodistas de antaño no madrugan y apuran la migaja de las horas hasta estrenar la dudosa luz del día en reuniones de aspecto clandestino, en buhardillas de focos encandiladores bajo lunas empañadas, o en sótanos de aire enconado con ventanas abiertas. Voces que detienen las rotativas del sueño del vecindario, y que suenan como de un lejano océano bajo ronquidos de algún afortunado, o bajo el silencio y la paciencia de ojos irritados de quienes tendrán que levantarse en unas horas y tragarse su propio dióxido de carbono, mientras ahora y para adormecerse sueñan despiertos con el futuro del país, pero sobre todo con largos y fríos inviernos de cuarentena.
Antonio F. Jiménez




