La maleta está arrumbada. Hará quizá más de cincuenta inviernos que se pudre, quieta y sin abrir. La que emigró a Hesse y la que trajo al pueblo el progreso alemán en forma de magnetofón. Cada año fue pasando de moda, descoloriéndose y destejiéndose por las esquinas, la maleta emigrante, en silencio e inmóvil en el altillo de un armario de luna, como un escalón del tiempo. Su dueño estiraría mucho los brazos para empotrarla contra la pared de cal, como quien empuja los pies de un ataúd y lo adentra en el nicho. Y allí estaba siempre, en lo alto y mostrando alguna de sus caras rectangulares, como de cajón de sinfonier portátil. Y cuando su viejo dueño la veía de reojo revivía los días de la Estación de Francia, pensando acaso que ya solo otra persona podría encargarse de bajar el enredo de ahí algún día: alguien que desconociera la historia de la maleta. Alguien que, muchos años después, no supiera que esa maleta la portaba un hombre alto, con sombrero fedora, con gabardina, y que traía de Europa un bolígrafo que todavía pinta, caramelos como de reinos lejanos, juguetes eléctricos (un tren, un coche de policía, una nave espacial, muñecas) que harían felices a unos niños que esperaban desde el poyete de la puerta de su casa a que su padre doblara la calle principal del pueblo y subiera la calleja en cuesta, después de mucho tiempo sin verse. Alguien que no supiera que la maleta olía entonces a tabaco ferroviario de las largas horas de viaje, y que había sufrido temperaturas bajo cero, visto la nieve cuajada en las calles empedradas y contemplado la leyenda de las nubes —esos cúmulos que tanto admiró Goethe— que beben antes del amanecer en las orillas del Main. Solo alguien, en suma, con la suficiente ceguera emocional como para encaminarla hasta el vertedero y lanzarla sobre la pila de trastos viejos, sin los atisbos de nostalgia al oír cómo se termina de desgajar y cómo se le parten los goznes y las bisagras. Pues a veces resulta difícil deshacerse de ellas mientras se está ligado a la vida invisible de su interior. Por mucho que digan que solo albergan ya termitas y telarañas, una maleta siempre será la coraza del tiempo y el equipaje de una historia.
Antonio F. Jiménez




