Yo camino por la calle. Escucho ruido de platos en el interior de un chalé. Alguien habrá hecho el esfuerzo de incorporarse del sofá, esta tarde de invierno, con proeza y pereza clavada y arrastrada como tachuelas del insomnio en las zapatillas de andar por casa. «Habrá encendido la luz de su cocina y se habrá remangado para fregar los platos del mediodía lejano y ya casi olvidado». Miro la hora. Las siete y media. «Sí, debe de ser ese momento del domingo, entre película y película, cuando hay que hacer de tripas corazón y ordenar la vajilla, sentir el roce de la límpida y fría loza en la palma de la mano, palpitante aún de cojines y medias lunas en la cara, y colocarlo todo con paciencia monacal y resaca doméstica». Yo sigo mi camino. Mi viaje a pie hacia ninguna parte. Colas en la panadería. Solo tres personas dentro. Son estos tiempos. Y naturalmente es también la hora de comprar el pan. Todavía se le puede arrancar algunas migajas de resurrección al último día de la semana. En un cruce, un corrillo. Como detenidos en el tiempo de un cuadro fúnebre de Solana, unas mujeres y unos hombres hablan con sus mascarillas de pico de «la mala costumbre de morir». Hacen poesía juglar, invocan tópicos del medievo. «Penumbra de costumbre», que diría Guillén. Yo sigo mi camino, errante en mi pequeño barrio. El cielo, diré, es de un espeso azul Klein de lona de piscina. Y aquí abajo, altas farolas, motos de reparto, perros ladradores. Domingo corriente. Doy vueltas por el vecindario en eterno retorno, y me encuentro las mismas cosas pero ya afectadas por el tiempo. El chalé en silencio. La panadería cerrada. El corrillo disuelto. A veces llego hasta las afueras y sueño los horizontes negros como un náufrago. «Allá Madrid, acá el mar». Otras me interno en lo más viejo. Grietas que esconden el subsuelo de las épocas. Rincones con poyetes vacíos. Tapiales sepia con barba de jazmín. También por aquí, en tardes de frío como esta, pasearían nuestros antepasados, colonos del lugar, bajo crepúsculos siderales, en domingos que quizá no se llamaban así entonces. Un gato me mira. El gato, rey de reyes, «abuelo del tigre», cantó Neruda. Mientras no salga al paso la mala costumbre, yo seguiré mi camino. Un pie tras otro, hacia ninguna parte.
Antonio F. Jiménez




