Viajaba al lado de un señor que me contó su vida con pelos y señales. Al cabo de dos horas y pico de vuelo yo ya tenía una idea general de su biografía. Esperábamos nuestras maletas facturadas cuando él iba de aquí para allá hablando por teléfono, y yo le miraba y me sorprendía dándome cuenta de que conocía hasta sus planes más inmediatos: al salir del aeropuerto el hombre recogería un coche de alquiler y se reuniría con su socio en una ciudad fronteriza para «una merienda de negocios». Me confesó que iba a despedirse porque había decidido empezar su propio proyecto. Yo observaba su tipo y, en efecto, no aparentaba sesenta años. «Es cosa de genética», pese a las no sé cuántas operaciones que llevaba encima. El tajo reciente de la última me lo enseñó bajándose el cuello de la camiseta: así empezó todo, queriendo mudarse desde el principio a los asientos delanteros que estaban libres para ganar amplitud y comodidad debido a su cirugía, pero no lo hizo hasta media hora antes de aterrizar, cuando quiso picar algo de los snacks de cortesía, y por alguna razón prefirió soltar su reparandoria durante gran parte del trayecto. Me contó en qué continente nació, dónde vivió su infancia, cuándo y de qué murieron sus padres, por qué se instaló en la isla de la que partíamos aquella mañana. Supe que ingresó por covid, supe la carrera que iba a estudiar su hija, supe que su mujer estuvo a punto de ser «asesinada» en un país lejano. Yo pensaba en esos personajes secundarios de las películas o de las novelas que a menudo también aparecen y desaparecen en nuestra vida, y que Pío Baroja llamaba «personas normales ante su destino». Este caballero era uno de ellos. Gustaba de nombrarse en tercera persona para destacar algo importante que alguien alguna vez le había dicho: «Fulanito, tenemos que llegar a un acuerdo». Cuando nos despedimos me percaté de que yo ni le había dicho mi nombre. En un momento dado se inclinó un poco y recogió su macuto, se lo colgó de un hombro y se desperdigó entre la muchedumbre. Todos desapareciendo de los demás ante sus propios destinos. Y conforme me internaba de nuevo en mi rutina también las palabras de aquel buen hombre se diluían entre los planos de la imaginación y el olvido.
Antonio F. Jiménez




