Durante largo tiempo me costaba situar en el mapa muchos de los montes por donde había transcurrido la vida al aire libre de mi abuelo, y de los que me hablaba en sus romances de los domingos con el mismo entusiasmo que si recordara viejos amigos a los que hace mucho que no ve. Yo no encontraba en aquellos vetustos topónimos rurales sino la sugestión de palabras añejas, a las que intentaba procurar un relieve, un paisaje, una historia. Quizás porque más importante que la geografía era el argumento de su relato, mi abuelo no reparaba tanto en si su nieto sabía o no dónde se hallaba, por ejemplo, la Sierra de la Silla, un monte clásico de sus cuentos, no muy alto, alargado y que culebrea como un puente con forma de ola entre tierras de secano, lindes municipales, y otrora dos bancales suyos de almendros y albaricoqueros heredados de su abuelo. Pero al cabo uno acaba interiorizando con los años el territorio donde se vive, y la sierrecilla de La Silla era ya una vecina más que me despedía y me recibía como un balcón verdemar con vistas a la autovía cuando me marchaba o regresaba al pueblo. La medianoche del 29 de agosto de 2020 empecé a oler a humo en el camino. Poco antes me lo habían anunciado: La Silla estaba ardiendo. La visibilidad empeoró. Los coches de frente, lentos, proyectaban una luz pastosa, como entre nieblas. En el parabrisas se posaban ascuas cenicientas con la desgonzada gracia de grises copos de nieve. Y de pronto contemplé en medio de la oscuridad el resplandor ámbar y amarillo de las llamas, esas fieras lenguas de fuego como coladas de lava. Salí de la autovía y aparqué en una calle sin vida, cerca de un polígono industrial. Sentado en el capó caliente dejé que el viento devorador removiera mis pensamientos. Me acordé de aquella tarde de octubre de hace un par de años en que La Silla se convirtió en la primera y hasta ahora única montaña que he subido. Todo eso ardía ahora con furia. Entonces mi abuelo languidecía y no llegué a tiempo de contarle mi aventura de adentrarme en las entrañas del monte. Él ya oía mis palabras como yo las suyas de niño, sin ubicar los nombres en el mapa, cuando las historias de toda una vida no son ya más que recuerdos de ceniza.
Antonio F. Jiménez




