Madruga y se coloca la ropa de faena. Da un beso al niño y sale al poyo de la puerta. Enciende un cigarrillo mientras espera a la Vanette. Todavía está de noche, hace helor, guiñan algunas estrellas en el firmamento. A lo lejos oye el motor de la furgoneta; en el estuco de enfrente crece la sombra amarilla de los faros; en la quietud de la calle y del final de la madrugada se aproxima la voz limpia del locutor que da el boletín de las siete de la mañana. Apresurado, pega una última calada y se le chupa la cara. «¡Buenas!». La cuadrilla peina los mismos cortes de pelo que sus coetáneos, usa redes sociales, está a la última en tecnología; pero tiene algo que le diferencia: las manos. Recias, sufridas, callosas, desvaídas, cortadas por la lejía y el cemento. A la media hora llaman al timbre de una casa. Se enciende una luz hogareña en la ventana. «¿Quién?», pregunta una señora en bata. «¡Los albañiles!». Más tarde, cuando los bordes del crepúsculo se descomponen en grises y fucsias, de trasiego al almacén para reponer material, se cruzan con las caras de sueño de los niños cargados con la cruz de los mochilones y agarrados de las manos heladas y cerúleas de sus madres. Escaleras, andamios, limas, metales, aceros. «Si queréis una cerveza no os cortéis, el frigo está lleno». «Gracias, pero no dejan, buena mujer; ya no es como antes». El encargado entra con una picoleta en una mano y el radiocasete en la otra. «Hay cosas que nunca cambian». Sintonizan la emisora local a todo volumen. Aprieta el sol y ellos llevan ya medio jornal; van a destajo. Silban, atornillan, martillean, gritan, beben agua a gallete. A mediodía se arrima su público. Albañiles ya jubilados. Echan la mañana ahí, estatuados frente a los jóvenes peones, las manos cogidas por detrás, boinas caladas y alpargatas. «¡Tajo parejo!», aleccionan. Y los muchachos, sin detenerse, los brazos alzados enluciendo el techo, la media barriga y el ombligo al aire, responden: «¡Qué bien vivimos algunos!». Vocalizan con una broca entre los labios. «¡Siempre ha habido clases!». Barren cuando dan de mano y se cambian el mono. Luego cierra la puerta corredera. «¡Hale!». Y la Vanette se pierde al final de la calle. El niño que duerme la siesta abre los ojos de pronto, pues ha oído la llave en la cerradura de la entrada.
Antonio F. Jiménez




