Una niña le coloca una mascarilla a Miguel de Unamuno. A la estatua de Miguel de Unamuno. Sus padres ríen, consienten. Es un signo de los tiempos. Quizás Unamuno habría reído también, aun quejumbroso. Se habría dejado, azul y quijotescamente, enmascarar por esta niña, a la que le quedan unos cuantos años para saber quién es Miguel de Unamuno. Se pone de puntillas, tiene que alzarse mucho para alcanzar los altos y tiesos bigotes de hierro. No hay apenas nadie más en este mirador, en este balcón, en esta vieja tarde de domingo en Artenara. El pueblo más alto y el menos habitado de la isla de Gran Canaria, que el escritor visitó en 1910. Mil doscientos setenta metros sobre el mar Atlántico, mil canarios que todavía hacen vida calma y esparcida por el monte. Algunas casas se abrigan en la ladera, donde las cuevas son, oscuro y al fondo, un cuarto más del hogar. Hace frío, es noviembre, es la cumbre, es la cercanía del Pico de las Nieves, es el cielo incoloro de un otoño templado, son los vientos alisios y contralisios. Es Unamuno impertérrito, eterno y contemplativo, y una niña que juega con la escultura, los siglos, el vértigo y la historia. Desde lo alto del barranco amarillo, el paisaje impone, hieratiza, hipnotiza, estatúa. Una inmensa cantera coronada de «roques enhiestos». El Roque Nublo y el Bentayga, el del Camello, y las Cuevas del Rey, y la Mesa del Junquillo y de Acusa, y a lo lejos las montañas de Altavista. Colinas peladas con apenas una cresta de pinos. La sensación de un valle de terciopelo cetrino, de suave tacto animal, de mano humana pasando por la testuz de un anciano perro dormido. Un trasquilón de carretera blanca y sedienta termina de pelar la montaña. Desde este borde del precipicio todo es una «tempestad petrificada, pero una tempestad de fuego, de lava, más que de agua», dejó dicho Unamuno, dejó mudo al maestro, de roca, de roque nublo, de hielo y dendrita, al desterrado y melancólico rector de Salamanca. Y ahí sigue, cada tarde, cada mañana, bajo el relámpago de sol dorado de este domingo, dejándose convencer y vencer por la niña empinada y sonriente, que abre la mascarilla entre sus manos como un muelle y le tapa la boca a quien dijo que este rincón de la isla semeja a «las calderas del Infierno» de Dante. Ante gesto tan inocente, como cuentan que le hacía a sus nietos mediante el arte de la papiroflexia, Unamuno le habría devuelto la mascarilla a la niña pero en forma de pajarita. Libre, sin atadura de alientos. Perfecta ante el abismo.
Antonio F. Jiménez




