reflexión

Temporal

Llego a casa. Y la casa está vacía. Mis pasos van aclimatando el silencio. Subo sin decir nada. Uno se acostumbra a dejar de pronunciar nombres en el eco de la escalera. Enciendo la luz del pasillo. Los filamentos de la bombilla se desperezan y se tensan, temblorosos, como las antenas de un saltamontes. Darles vida de pronto es encandilar la soledad. También despiertan las cosas. El crujir orgánico del armario empotrado —voz subrepticia del hogar— ruta enigmático a lo lejos. Es una noche de enero todavía en calma y en estos momentos el mar Mediterráneo amasa en su temible oscuridad una borrasca de nieve. Reconozco este silencio, el barrio callado, esa falsa templanza en la niña del ojo del temporal. Pero llego a casa y nadie entreabre la ventana para decirme que sale humo de la boca, que el cielo está hermoso y ámbar. Miro la calle y ensueño su transmutación de alfombra blancuzca, de suave manta de cotón. El vaho crece en el cristal. Me vuelvo y el pasillo está vacío y en penumbra. Las puertas de las habitaciones enclavadas como cancelas de hierro o como portales en una calleja lóbrega y desconocida. Este suelo, este azulejo, ¡cuánto se trafagó en días como estos! Otras vidas opacas, tras los muros de esta patria mía despoblada, me devuelven el hábitat del vecindario y la posibilidad de una casa encendida. La cota de nieve está bajando y nadie me dice nada. Entro a un cuarto vacío y el radiador helado es ya toda la frialdad de la muerte. Alguna ropa sigue en el armario. Ha tomado cuerpo de cartón. También hay que saber desprenderse de las metonimias, de la vida inane de un zapato que no le viene a nadie o de una chaqueta que apenas se usó y que ha vuelto a su rancio aroma primigenio y comercial. Algún día, quizá. Cierro la puerta. La ventana no trae el haz de luz de la farola. Todo es oscuridad. Será mañana, quizás, cuando el halógeno frío de la nieve enluzca de cal las paredes de sombras. Pero ya nadie me levantará de la cama al final de la madrugada para mostrarme con ternura la efímera corporeidad de una dendrita de hielo que desaparece en el calor de la mano.                       

                                                  Antonio F. Jiménez

                                                 

Comparte esta entrada en tus redes sociales
Share on Facebook
Facebook
Tweet about this on Twitter
Twitter
Share on LinkedIn
Linkedin
Pin on Pinterest
Pinterest
Email this to someone
email

El último de sus antepasados hallado en los libros de bautismos y defunciones se apellidaba Jiménez Fernández. Lo cual quiere decir que a veces se necesitan unos cuantos siglos para darle la vuelta a la tortilla. Escribe periodismo narrativo y da fe de ello con su libro 'Una vida retirada' (2019, Círculo Rojo). Estos artículos, columnas o reparandorias -como él gusta de llamar- no son otra cosa que echar un párrafo en el cruce de algún camino en esta vasta ciudad a veces llamada de la telaraña.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *