DICE la escritora Natalie Goldberg que es bueno volver al hogar. No para quedarnos en casa de nuestros padres, ni instalarnos en aquel cuarto adolescente donde se forjaba todo nuestro sueño de vida y que a veces se conserva como un mausoleo del tiempo perdido. Cuenta Goldberg en El gozo de escribir que cuando viajó de Estados Unidos a Israel para encontrarse con sus orígenes no solo descubrió sus raíces judías, sino que se dio cuenta de que Natalie Goldberg era una persona con más añadidos adquiridos a lo largo del camino. Hace unas semanas me pidieron un objeto que se identificara conmigo. La noche antes revolví llaveros, carteras, pines, libros infantiles, hasta que me topé con la caja grande de cartón donde guardo algunos juguetes. Como en ese momento en mitad de una mudanza en que se descubre una carta o un tarro de crema vacío que aún huele, me detuve de pronto. No sentí apenas nostalgia, ni tampoco se me saltaron las lágrimas. Lo mismo que en ese episodio de Friends en el que las veinteañeras se emocionan con el detallismo de una casa de muñecas a gran escala, a mí me entraron unas ganas terribles de brindar con las pintas de miniatura en el torreón de una fortaleza, hacer caer a un villano por la trampilla, virar el timón pirata, esconder una momia en una tumba secreta, contar las monedas diminutas y guardarlas en un cofre, movilizar a los soldados de plástico verde con aquellos walkie talkies que me regaló mi viejo amigo Manolo de la tienda de golosinas. Como Goldberg, no solo fui consciente de mis orígenes, sino de que ahora soy más complejo y dado a la desesperación. Durante unos días estuve bajo la posesión de aquella caja y también se sucedieron algunos acontecimientos que acentuaron el embrujo, como que se estrenara Toy Story 4 o que aquel anciano palentino de negra boina calada llamado Martín recuperara ochenta y tres años después su sonajero con el que fue enterrada su madre cuando la fusilaron en 1936: un juguete de colores vivos hallado entre la pelvis marfil y los huesecillos tiznados de la muñeca, y que ya no suena por el aplastamiento de la tierra. Un juguete ajado pero feliz al margen de su triste destino y de que, como dice Antonio Tabucchi, el tiempo envejece deprisa.




