Vivir en un mismo lugar durante mucho tiempo provoca un entorpecimiento de los sentidos. Hay que airear la mirada viajando de vez en cuando. Pero a veces, como dice Natalie Goldberg, también se puede ser turista en tu propia ciudad, en tu propia casa, en tu propio jardín. El último domingo del mes de abril de 2020 salgo a la terraza. El jardín es pequeño, una escuadra verde y florida en el adoquín rojo. Acaba de llover y las gotas se deslizan por el tallo fibroso del aloe vera como el sudor en un bíceps musculoso. Cae sobre las hojas un haz de sol de agua por donde los mosquitos pululan como hormigas en un fémur blanquísimo. Abril era el mes más cruel, según Eliot. Ahora se aleja triste y solitario con su hato de tormentas primaverales, su lluvia fina las mañanas, sus muertos en las noches de silencio. Las fresias brotan por este tiempo en su orza de barro donde se plantaron hace unos treinta años. El resto son macetas de plástico o cuencos de cerámica con geranios, cintas, plátano, amor de hombre. La tierra negra tiene un tacto esponjoso. Sopla un airecillo con aroma como de cáscaras de almendra. Quizá sea por el cañizo mojado de este toldo después del aguacero. También los vientos tienen su nombre. A mis abuelos, como a Josep Pla, les bastaba sentir la brisa en la cara para adivinar si el aire venía de arriba o de abajo, de lebeche o tramontana, si traía o no la lluvia o la nieve. Conocer el nombre de las cosas nos ata a la tierra, dice Natalie Goldberg. También hay plantas sobre la repisa de una ventana que da a un cuarto deshabitado. Hiedra, flor de pascua, gladiolos sin flor, begonia. Y más allá del brezo en la baranda de hierro el paisaje son unas nubes escuálidas y alargadas en una cuña de cielo. No sobrevuelan los pájaros esta tarde. Los veo muchas mañanas hacer círculos en el aire acechando como los buitres, y luego entrar y salir de un nido en el balcón de la casa de enfrente. Me pregunto cómo sobrevivirán en hogar tan pequeño. Cómo llegar a ser turista en su jardín.
Antonio F. Jiménez




