A primera hora del día se oye el tanteo metálico de la llave encajar en el ojo de la cerradura. Gira el pasador, empuja el portón y penetra en el interior oscuro de la casa todo el chorro de luz sabatina de primavera, la brisa herbácea, toda la música del campo, las ricas armonías agudas de los gorriones, el reclamo ululante de la tórtola común, el zumbido de las abejas en torno de la flor del nispolero, y los pasos del hombre por último. Todavía huele a cemento, a yeso, a carpintería. Dado que todo está aún por hacer, vacío, amplio, incoloro, su imaginación se fecunda. Las paredes vírgenes, de cal, él las ve de los más diversos colores: ocre, rojo inglés, marfil, hueso, azulete…; y de las más artísticas formas: arcos, estucados, esquineros, zócalos de formica… «Sí, aquí tiene que ir la cocina», dice convencido. Los premarcos sin puertas muestran estancias al desnudo, quizás futuras despensas, cuartos de baño, dormitorios. De cuando en cuando, el hombre se detiene en seco, saca del bolsillo de su camisa un pequeño bloc Moleskine y un lápiz para anotar medidas y esbozar dibujos. Y de pronto se cuela por el hueco donde en su día habrá una ventana, la visita intempestiva de un gorrión despistado, que revolotea y pía hasta que se estatúa en la cornisa de la chimenea sin enlucir. «Hola, amigo», le dice, y el pájaro agita la cabecita, emite una nota y se alza en vuelo hasta perderse su silbido en el eco del valle. «Lo mejor, sin duda, las vistas», le dijo el propietario aquel día. «Desde luego; pero también encarece más el terreno», le respondió él. Lo apalabraron y hace ya más de un año que es suyo. Sobre la loma donde había riscos, zarzas de cardos, espino verde, romero y tomillo, desfondó la tierra y, a base de sacrificar fines de semana y fiestas de guardar, levantó el esqueleto de su pequeño hogar. «Sí, aquí va a ir la cocina», dice acuclillándose y marcando la pared maestra con una equis temblorosa, concentrado y con media lengua fuera. Echa la mañana así, entre planes y ensoñando el crepitar de la chimenea en las madrugadas de invierno, o las frescas noches de verano en una hamaca a la intemperie y saboreando el placer de una limonada bajo el crepúsculo estrellado de agosto.
Antonio F. Jiménez




