Están abajo, en la poza, cerca del chorro. Desde ahí los cañaverales del río y las rocas majestuosas del cerro dejan a la vista tan solo una cuña de cielo azulísimo. Los chicos se colocan bajo la cascada, bucean con azogue y emergen exhalando el aire como a punto de la asfixia. Ellas levitan y conversan en el agua, tranquilas. Cogen frío, salen y se quedan de pie sobre una piedra tersa, ligeramente resbaladiza, en un haz de luz que forma un triángulo, abrazadas a las toallas, temblorosas. Los chicos no tienen prisas, reposan su baño haciendo el muerto y contemplan encandilados el cielo de estas largas tardes luminosas de julio, esa bella descomposición de vapores azules y ámbares. Los ojos enrojecidos, las yemas de los dedos blandas y con pliegues. Pronto se reúnen todos en la boca de una cueva mientras el río se remansa. Suenan acordes de guitarra. Alguien exclama: «¡Que toquen Wonderwall, por fa!». Es un clásico, una vieja canción muy conocida en todo el mundo, pero es nueva para ellos y no se cansan de cantarla una y otra vez. And after all… Atrapa, abandera a todas las generaciones. En la boca de la cueva la música suena tribal, enigmática. Repiten la misma estrofa porque no se saben la letra entera. Les da igual. Están de vacaciones, llevan poca ropa, algunos están enamorados. Cotillean, juegan, meriendan. Poco a poco muere la tarde. Los riscos de los montes adquieren un cariz dorado, sepia. El cielo violeta sin sol se refleja en el lienzo cristalino de la vaera. Pronto emprenden el camino al pueblo. La noche les coge por sorpresa y se alumbran con la luz del móvil. «¡Mirad qué luna!». Todos se giran. Todos se asombran. Un ojo blanco de cíclope sobre la cresta del cortado. Silban Wonderwall. Es un clásico, un tópico del estío y las reuniones con amigos, pero ellos acaban de descubrirla y la han convertido en el himno de su verano. «Oye, ¿y esos dos? Van muy atrás, ¿no?». Ríen, silban, tararean, entornan la mirada con la brisa de la noche, hacen planes. Cuando llegue septiembre marcharán a otra ciudad y dejarán de verse después de toda una vida juntos en el pueblo. Pero ahora solo piensan en la eternidad del presente. «He empezado Friends». «¿Otra vez?». Y sus voces van perdiéndose por los caminos.
Antonio F. Jiménez




