
Ha muerto una mujer que no tenía miedo a morir sino a dejar de respirar. Me lo confesó un domingo de hace años en el pueblo, cuando ella bajaba a su casa por la Gran Vía después de la misa de once y yo subía hacia la Plaza de Abastos a comprar el pan. Era invierno. A ella la recuerdo con la bufanda hasta las narices.
—¿Cómo está usted, sor Dionisia?
—Acatarrada ando.
Hablaba un castellano latinizante y fino del País Vasco que chocaba mucho en un pueblo sin eses.
Sor Dionisia me preguntaba siempre por esos amoríos incipientes, la vida familiar y la búsqueda del trabajo.
Era la portera del colegio Amor de Dios al que yo fui de niño y de púber. Recuerdo sus facciones marcadas y sus nervaduras en la frente y en los mofletes, que sembraban en su rostro una expresión proclive a la simpatía y al buen humor. Llevaba el pelo corto y ceniciento, que a veces protegía del frío con su velo entrañable de religiosa y que lucía y paseaba, bajita y un poco encorvada, algunos martes por el mercado del pueblo. Tenía un carácter afable y jovial. Le gustaba pararse a hablar.
Un día, ese domingo, de casualidad, hablamos de la muerte. Y entonces dijo que ella no le tenía miedo.
—Pero…
Ese “pero” llamó mi atención.
—A lo que le tengo miedo es a dejar de respirar.
Sin duda, aquel temor representaba en sor Dionisia todo un acento existencial en su fe en la vida eterna.
Dejar de respirar no era una forma poética de llamar a la muerte. Tenía mucho más de literal, crudo y tremendo. Y también de humano. Ese miedo al momento en que el corazón deja de latir y los pulmones ya no obedecen no ponía en cuestión sus creencias. Más bien las humanizaba. De hecho, cuando sor Dionisia hizo aquella observación había en su gesto una sonrisa de media boca que apaciguaba cualquier propensión al pesimismo y que relativizaba toda duda sobre la eternidad.
Hoy me he acordado de ella cuando mi madre me ha dicho por teléfono que ha fallecido. Hacía tiempo que se la habían llevado del pueblo a una residencia de monjas en Valladolid y allí ha muerto en paz a los 95 años.
Me la imagino como era ella en vida. Espontánea preguntando en la portería del cielo por sus seres queridos. Creo recordar que me dijo aquel domingo de invierno con sus ojos de un inmaculado azul brillante que ya no le quedaba casi nadie de los suyos, tan solo una hermana. Ahora quizá su alma ya conozca múltiples formas de sentir el aire, maneras nuevas de respirar sin ataduras, libre y sin miedo a nada, por los siglos de los siglos.




