Debió de ser hacia el año sesenta. Quizás en uno de esos viajes a Valencia. El abuelo trabajaba como peón de obras públicas por aquellas carreteras levantinas y, al preguntar en el tajo, alguien le diría que en los talleres Tatay fabricaban las mejores guitarras. Quería regalarle una a su hijo. Puede que también se la llevara a casa el taxista del pueblo, en esa época en que los taxis funcionaban además como repartidores a domicilio. Quién sabe. Quién sabe cómo llegó esa guitarra a sus manos. Su color atardecer, entre marrón coñac y fuego de horizonte languideciendo, con su media luna marfil en el golpeador, la barnizaba de un estilo exótico, melancólico incluso, y la distinguía de la española estándar. En las viejas fotografías con la cuadrilla parecía única entre las demás. Una inmortaliza al grupo de amigos una tarde de verano en el río y un acorde atrapado con los dedos de la mano izquierda. ¿Qué canción sonaría en esa escena, ahora de cine mudo? Abrazar aquella guitarra a finales de los sesenta significaría entregarse a la música de Los Panchos, Dani Daniel, Los Mismos y los Tres Sudamericanos; acaso bandas de lengua extranjera, como Simon & Garfunkel y los Bee Gees; o ese tema que se puso tan de moda: El gato que está triste y azul, de Roberto Carlos. Quién sabe. Se agarraba la guitarra como se agarra la vida en la juventud, con el deseo de eternizarse igual que sucede con el milagro de la fotografía. “La fotografía nos seduce porque es el arte que mejor atrapa la fugacidad de un momento”, dice García Cuartango. Pero entretanto la vida seguía su cuesta arriba y, arrumbada en una buhardilla, la guitarra sufrió un largo periodo de mudez. Habrá un silencio verde / todo hecho de guitarras destrenzadas, escribió Gerardo Diego. Hasta hoy. Cando la guitarra respira bocarriba en el mostrador de una tienda de música, salvada de un letargo de polvo y humedad. “Es una vieja parlor”, dice el lutier examinándola como un cirujano. “De mástil corto y caja estrecha”. Sus trastes conservan todavía las huellas indelebles de los dedos que danzaron por sus escalas. “Se tocó mucho en su día, pero luego debió de pasar demasiado tiempo sin ventilación bajo temperaturas extremas. Llorando”. Una línea sinuosa como una grieta o el rastro de una lágrima de barniz atraviesa su madera dañada, que guarda su bello pigmento de ocaso. “Pero vamos a hacer que vuelva a lo suyo. Devolverle la vida a una guitarra es recobrar una historia”. Y que en cada acorde, en cada arpegio, en cada nota, suene de nuevo la melodía de que vivir es para siempre. Aunque sea una ilusión fugaz y las manos que la gocen ya sean otras.