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Cuando compartía residencia en Madrid con jóvenes opositores de toda España, conocí a un hombre llamado Manuel. Era físico nuclear y a sus casi ochenta años había empezado a preparar un doctorado. Razón por la que vivía con nosotros. Era silente, nada huraño, más bien comedido, sencillo, espontáneo. Gallego. Sus comentarios gozaban de un apabullante sentido común. Solíamos coincidir en el comedor, donde casi siempre las chicas se sentaban juntas y los chicos otro tanto. Manuel recitaba risueño: «Los niños con los niños, las niñas con las niñas». Una canción de antes. Así era Manuel, un tiempo dentro de otro. Muchas noches, cuando apagaban las luces del vestíbulo, lo veía solo en la sala de informática peleándose con un ordenador entre penumbras y destellos blanquiazules. ¿Qué tal, Manuel? Y él, casi sin enterarse porque andaba ya flojo de oído, negaba con la cabeza, encandilado frente a la pantalla. Eran los únicos momentos en que se ofuscaba un poco, pero siempre se lo tomaba con humor. Daba gusto estar a su lado. Aquel curso yo padecí el síndrome del túnel carpiano y pensaba que la muñeca ya nunca se me curaría. Manuel me dijo: «Todo acaba por volver a su estado natural». Ahora, si tengo algún problema me acuerdo de él: tarde o temprano «todo vuelve a su estado natural». Cuando los opositores se enteraban de que Manuel había vivido en Estados Unidos, se interesaban en él. Y él, que nunca se jactaba, les devolvía una sonrisa mientras mareaba su tenedor intentando pinchar la lechuga de la ensalada. De quien sí hablaba mucho era de su madre, que andaría por los cien años. Quería irse a Galicia a vivir con ella. Recuerdo una conversación sobre sus remembranzas más remotas. Era una noche de aquel 2015 electoral, cuando el ambiente en Madrid andaba caldeado por lo novedoso de algunos partidos políticos. Como un noventayochista melancólico, Manuel departía sobre España, la Guerra Civil y su padre. Fue una velada de una gran hondura humana. No estábamos en ningún cafetín literario, sino en un taburete al lado de la máquina expendedora, cerca de los ascensores que subían a las habitaciones, y donde a él le gustaba beberse su vasito de chocolate caliente antes de ir a dormir. Parece que lo estoy viendo mientras escribo, a lo lejos, bajito, muy enjuto, con su chaleco, su jersey de punto verdoso y su camisa de cuadros, como un asomo de otra época en la cola del comedor entre veinteañeros. Me he acordado de él estos días que he viajado a Madrid y he charlado con un viejo compañero de la residencia, que lo trató bastante más que yo. «Se marchó a Galicia. Después no he sabido nada de él», decía buscando sin éxito su contacto en el móvil. «Es posible que, porque era muy mayor, ya haya muerto». Y dejamos caer la tarde recordándolo en la barra del Dublín de la calle Princesa, como si realmente estuviéramos seguros de que ya no se encontraba entre nosotros. Cuando nos despedimos, caminé con esa añoranza florecida en el corazón después de una evocación de los ayeres. Cuántas personas se nos cruzan a lo largo del camino y, luego, como si nada, desaparecen y nos dejan un rastro de melancolía al preguntarnos por las incógnitas de sus vidas. Ya lo decía Ribeyro: «En el fondo no hacemos sino cruzarnos (el tiempo no interesa), cruzarnos y siempre por azar. Y separarnos siempre».