Costumbrismo

Un brindis en la eternidad

Salvador El Muelas entrevistado por Popular TV en diciembre de 2021

En la medianía de agosto, entre cielos de oro azul y nubes rizadas de tormentas de verano, se ha marchado un hombre entrañable. Célebre. Un clásico. Añada de 1937. Siempre tras su barra, camisa, pantalón negro y buena cara, oficiando, incansable, la liturgia del aperitivo. Se llamaba Salvador, pero todos le decían Muelas. El apodo lo heredó de su padre, quien regentaba el Café Express: una tienda de comestibles, donde también se repartían cupones de racionamiento en los tiempos crudos de la posguerra, y en cuyo mostrador su padre tenía siempre a mano una copichuela de anís porque le dolía la muela y había oído que el anís aliviaba… «Al final te vamos a poner el muelas», le decían sus amigos. Y aquella anécdota levantó toda una institución en el pueblo. Todo esto me lo contaba Salvador en otro agosto, el de hace casi diez años, en ese mismo lugar, al lado de la Iglesia, al inicio de la calle de la Tercia, solo que ya no era el Café Express sino el Bar Hernández, aunque todo el mundo lo llamara el Bar del Muelas. Lo entrevistaba para El Noroeste y Salvador, que por entonces tenía 76 años, me esperaba al final de la larga barra, debajo del televisor apagado, ojeando fotografías en blanco y negro en una de las pocas mesas del bar (El Muelas es sobre todo un bar de barra). Me mostró una imagen en la que aparecía él de muy joven y dijo: «¡Oche cómo estaba yo de chulo! ¡Qué tío más pincho era!». El recuerdo de su voz es imperecedero. Se me antoja oírlo: «¡Sí, señor!». «¡Tapas!». «¡Quintos!». Una voz cercana al pueblo. La voz de los placeres sencillos. La voz de la costumbre servicial. La de vocales abiertas y hospitalarias de a quien le gustaba ante todo que te sintieras a gusto en su casa, en su bar. Tenía el don de la jovialidad y atraía a todos los públicos: viejos y jóvenes, obreros y estudiantes, vecinos y forasteros, y aquellas parejas de novios que echaban un duro en la máquina de canciones, una reliquia del ayer. El paso de las décadas parecía no afectar a Salvador. En el bar hay un collage con fotografías desde los años 50 hasta nuestros días y él sale en todas como si fuera siempre el mismo: la expresión risueña como si acabara de decir alguna broma y brindando con una caña. Pero Salvador también fue joven. En aquella entrevista me contaba que desde muy pequeño estuvo entregado al negocio familiar. Iba a Caravaca en su bicicleta todos los días a las cinco de la mañana a por barras de hielo para llenar una cuba de madera y mantener frías las cervezas. «Entonces era así». Desde la época de sus abuelos, hace más de cien años, los Muelas son historia de este pueblo, testigos de la vida pública y social: por su puerta han pasado bodas, funerales, procesiones, carrozas, jóvenes llenos de harina y huevos… Aquella tarde me mostró otra fotografía en la que salía rodeado de mucha gente. «¡Tooos muertooos!», dijo un poco echado hacia atrás en la silla, con los ojos entrecerrados de pícara sonrisa, sin ningún dramatismo. Como el que sabe que algún día volverá a encontrarse con ellos. Ahora que recuerdo esto pienso que, mientras aquí abajo el pueblo le echará de menos, allá arriba es mucha la clientela que le aguarda para brindar en la eternidad. Y él, para aquí y para allá, hablando con unos y con otros. «¡Sí, señor! ¡Champis para todos! ¡Me cago en la sota de bastos!». Su voz resonando para siempre en el firmamento.

                                       Antonio F. Jiménez

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El último de sus antepasados hallado en los libros de bautismos y defunciones se apellidaba Jiménez Fernández. Lo cual quiere decir que a veces se necesitan unos cuantos siglos para darle la vuelta a la tortilla. Escribe periodismo narrativo y da fe de ello con su libro 'Una vida retirada' (2019, Círculo Rojo). Estos artículos, columnas o reparandorias -como él gusta de llamar- no son otra cosa que echar un párrafo en el cruce de algún camino en esta vasta ciudad a veces llamada de la telaraña.

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