Costumbrismo

De toda la vida

Me llegan hoy tristes noticias de mi tierra. Allá lejos, donde el mar alcanza su infinito, a un hombre bueno se le escabulló la vida sin haberse hecho del todo viejo. Era pueblo y era barrio. Era feliz en noches de verano a la intemperie. Era asombro en los corrillos, encandilado de historias de la vida de antes que narraban sus vecinas, mujeres nacidas incluso antes de la guerra. Nadie como él puso tanto empeño por escucharlas. Se sabía todos los apodos, todos los dichos, todas las genealogías familiares. De quiénes éramos hijos. Estaba hecho de materia humana. En la cornisa de su chimenea, tenía arrumbado un viejo móvil solo para llamadas y mensajes, y al que le prestaba la atención justa y necesaria. Alguna vez me llamó para avisarme de que se había caído la antena de la casa de mis abuelos, de que esta o la otra vecina ya había muerto, y de que aquella calle se estaba quedando vacía. Mientras escribo estas letras desde tan lejos, busco su número de teléfono como si tratara de escucharlo por última vez. Era sobrio, casi franciscano, muy delgado. Recorría las plazas, las iglesias, los supermercados, a veces con la hogareña imagen de sus zapatillas de andar por casa. Era de misa diaria, tenía devoción y una fe sencilla y callada, y sé que en su mesa de noche le rezaba a un Niño Jesús en miniatura. Por las mañanas, levantaba media persiana y echaba un vistazo a su mundo, a su poyo de la puerta, a la ventana de su vecino, a la furgoneta del panadero. Así le llegaban las primeras voces que despertaban el pueblo. Su saludo era parco: “¿Qué?”. No abusaba de muchas palabras. De un día para otro, la gente lo echó en falta. Se le había desbordado en sus entrañas un alud de células rebeldes; el harakiri del cáncer. Sin darse cuenta, había empezado a familiarizarse con las aladas rosas de la muerte. ¡Precisamente él, que compraba pan sin sal! ¡Precisamente él, que no fumaba! ¡Precisamente él, que se guardaba de frecuentar bares y cafés! En los últimos días alternó medicamentos y rosarios, estampas y prospectos, jaculatorias y paliativos. Y a pesar de todo, no era hombre de excesivos calentamientos de cabeza, de modo que le habrá resultado fácil encontrar el camino hacia el cielo; conservaba sus creencias de niño, las visitas a los enfermos, su sencillez apabullante. De otros se dirán otras cosas. Pero a él lo conocíamos de toda la vida.

 

                                           Antonio F. Jiménez

                                                 

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El último de sus antepasados hallado en los libros de bautismos y defunciones se apellidaba Jiménez Fernández. Lo cual quiere decir que a veces se necesitan unos cuantos siglos para darle la vuelta a la tortilla. Escribe periodismo narrativo y da fe de ello con su libro 'Una vida retirada' (2019, Círculo Rojo). Estos artículos, columnas o reparandorias -como él gusta de llamar- no son otra cosa que echar un párrafo en el cruce de algún camino en esta vasta ciudad a veces llamada de la telaraña.

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