Costumbrismo,  Literatura,  Recuerdos,  reflexión

Noches del mes de abril

Fotograma 'Las bicicletas son para el verano'

Estos últimos días que ha hecho tan buen tiempo he cogido la costumbre de subir algunas tardes a la azotea que hay en el edificio donde vivo para hacer algo tan improductivo como práctico y saludable: expandir la mirada hacia el horizonte y procurar que sea el exterior el que acapare toda la atención del momento y no tanto mis pensamientos íntimos. Además, rodeado de este singular paisaje se le hace a uno más fácil desprenderse de sí mismo, dejar atrás los trajines del día, restarse importancia y abandonarse bajo el inmenso ocre del cielo. El cielo. Quizá la ilusión más antigua, bella e inabarcable de todos los tiempos. Surcan sus caminos unas filas de nubes bajas que apenas ya sin sol adquieren un tono rosáceo. Algunas se mueven rápidas, libres, caprichosas. A otras les cuesta más languidecer y se van apaisando lentamente hasta que desaparecen en la raya que escinde los cielos y la tierra. Lo pegado al suelo es más hermético. A los volcanes se les activan unos puntos de luz roja en su cumbre, unas antenas parpadeantes que parecen vigilar el letargo de sus sueños. El fondo de cielo que asoma por sus costados amarillece tal cual las páginas vetustas de un libro antiguo. Es otra variedad cromática del mismo atardecer. Del ruido de la calle apenas sube a la azotea un murmullo como de fontana de riachuelo, un temblor como un avión que acabara de romper la barrera del sonido, un ínfimo bullicio como de aves migratorias. El mar no queda muy retirado, pero no alcanzo a verlo. Aún así, se me antoja oírlo en las ráfagas veloces de los coches allá en la carretera, que parecen recrear ese vaivén parsimonioso de las olas en la orilla. Cae la noche y la luz arbitraria en el interior de los edificios pinta en las fachadas un mosaico de ventanas amarillas. Esta imagen, junto a la brisa templada y la claridad de los días cada vez más largos, me trae el recuerdo del verano. Y es que encuentro un gran parecido entre estas últimas noches de abril y esas primeras del mes de junio que poetizó Gil de Biedma: “Eran las noches incurables / y la calentura. / Las altas horas de estudiante solo / y el libro intempestivo / junto al balcón abierto de par en par”. Ese entusiasmo perenne y a la vez remoto de la proximidad del estío renace cada vez con más melancolía en estos días agradables. Quizás porque en el fondo conservamos la huella indeleble de tantos junios repetidos por el calendario escolar, llenos de promesas y planes de futuro como si fuera este el verdadero fin de año. Los sueños por cumplir, los remansos merecidos. El mar, la montaña, un amor. Y eso que la vida a estas alturas ya no se parece en nada a aquel tiempo luminoso.

                                        Antonio F. Jiménez

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El último de sus antepasados hallado en los libros de bautismos y defunciones se apellidaba Jiménez Fernández. Lo cual quiere decir que a veces se necesitan unos cuantos siglos para darle la vuelta a la tortilla. Escribe periodismo narrativo y da fe de ello con su libro 'Una vida retirada' (2019, Círculo Rojo). Estos artículos, columnas o reparandorias -como él gusta de llamar- no son otra cosa que echar un párrafo en el cruce de algún camino en esta vasta ciudad a veces llamada de la telaraña.

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